La evaluación: mirar la distopía desde la distopía

La distopía se ha vuelto ya otro género inocuo junto a la comedia romántica y el cine de superhéroes. De la urgente denuncia de un Zamiatin, a la crítica filosófica y hasta sardónica de los hermanos Strugatski, o las maravillosas fantasías paranoicas de Philip K. Dick

junio 10, 2025

Por Daniel Espartaco Sánchez

Cómo olvidar aquél corto digital en Saturday Night Live en el que Andy Samberg y Bill Hader le presentan a Lorne Michaels un proyecto para un corto titulado “Gatos láser”, basados en el supuesto de que hay dos cosas que la gente ama: los gatos y los láseres. En el futuro, dice la introducción, hubo una guerra nuclear, y por culpa de la radiación los gatos desarrollaron la habilidad de disparar láseres por la boca. Hay quienes usan a los gatos para el bien, y hay quienes los usan para el mal… Este galimatías me viene a cuento porque me da la impresión de que imaginar cualquier tipo de trama de ciencia ficción postapocalíptica requiere de la misma fórmula. Tan solo hay que cambiar las variables: en el futuro, debido a una causa desconocida (o un virus, un meteorito, etcétera), la humanidad se ha vuelto estéril; o bien: en el futuro, por causa de la escasez de recursos, una sociedad totalitaria lleva a cabo un riguroso proceso de selección para decidir qué parejas pueden tener hijos o no. Y este es el planteamiento de La evaluación, otra distopía instantánea más para consumir en casa como si fuera una TV Dinner.  

A veces me da por pensar: ¿y qué tal si la distopía se ha convertido en una reflexión pasiva de nuestra propia realidad distópica de reses interconectadas al complejo aparato de ordenamiento del capitalismo tardío, en donde no sólo se nos explota por medio de trabajo mal remunerado sino a través del consumo? Si la distopía, como género de ficción, tuvo en su momento un fin de crítica social que funcionaba como un espejo en el cual mirar nuestra propia realidad, ¿qué tal si, ya como género establecido, se ha convertido en otro objeto de consumo, un sedante tranquilizador, donde el mensaje es que podríamos estar ¿peor? Por ende, vivimos en el mejor de los mundos posibles y el género sirve para sentirnos conformes con nuestros mullidos sofás que aún no terminamos de pagar.

             La distopía se ha vuelto ya otro género inocuo junto a la comedia romántica y el cine de superhéroes. De la urgente denuncia de un Zamiatin, a la crítica filosófica y hasta sardónica de los hermanos Strugatski, o las maravillosas fantasías paranoicas de Philip K. Dick, por mencionar sólo a algunos autores, podríamos estar ahora frente a historias asépticas que ya no incomodan, tanto que podemos apagar el televisor, drogarnos con productos legales derivados de la mariguana, soñar con otra cosa y levantarnos al día siguiente para alimentar la caldera de esta inmensa máquina ilusoria en la que estamos inmersos: ver una película llamada Matrix dentro de la Matrix.

            Y así pues, da la sensación de que La evaluación (The Assessment, 2025) no es más que otra ficción distópica más para llenar el espacio correspondiente de la estantería, que cumple con todos lo requerido según el formulario: en el futuro, bla, bla, bla… y que además cuenta con la escena referida de infodumping donde se nos explica todo de manera tan rápida que hasta dan ganas de poner en pausa el streaming para anotar tanta información (como ocurre con Guerra Civil, de Alex Garland, o Mickey 17 de Bong Joon-ho) de no ser porque realmente no importa: la información no sólo es aburrida sino que hasta ofende. Mia (Elizabeth Olsen en su ya clásico papel de esposa torturada) es una botánica casada con Aaryan (Himesh Patel), quien se dedica al diseño virtual de animales, pues, como sucede en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? han sido completamente borrados de la faz del planeta. Son una pareja interracial privilegiada que vive en una confortable y minimalista casa frente al mar, altamente tecnologizada, llena de obras de arte y muebles de diseño mientras hacen home office en sus respectivas investigaciones. El entorno es frío y hermoso a la vez, pero ambos anhelan tener un hijo. Y pronto el filme nos enjaretará un montón de cosas distópicas para tener en cuenta, las cuales son: a) debido a la escasez de recursos (otra vez la frasecita) sólo unos cuantos elegidos pueden acceder a una evaluación para que un estado totalitario les permita reproducirse in vitro, b) el coito que sólo admiten los católicos está prohibido (no así todo lo demás), c) tienes que usar ropa interior de menonita, d) y en algún lugar hay una frontera, llamada el mundo real, a donde son desterrados los inconformes con esta nueva y racional sociedad, entre ellos la madre de Mía. Y por último, Minnie Driver todavía hace películas, aunque papeles secundarios en escenas de aburrido infodumping. Quisiera recordar alguno de los diálogos de Minnie, pero resultan tan irrelevantes. Y armada nuestra distopía, el estado de las cosas de la ficción, como un set de Lego, damos paso al segundo acto. Aunque Mía y Aaryan cumplen con todos los requisitos, son pequeñoburgueses progres en una casita diseñada por un arquitecto avantgarde, deben de someterse durante una semana a los dictados de una tiránica evaluadora, Virginia (una extraordinaria Alicia Vikander), vestida como monja socialista distópica, que los somete a una serie de pruebas humillantes en donde no tiene cabida la intimidad. Y como sucede con los papeles de Elizabeth Olsen, pone en un estado constante de crispación a Mía, frente a la actitud pasiva del paleto de Aaryan. A partir de este momento, los segmentos de la trama se dividen en día uno, día dos, etcétera, al grado de que, al llegar al día cuatro, uno se pregunta si seremos capaces de llegar hasta el día siete. Virginia comienza a comportarse como una niña caprichosa y retardada para llegar al perverso triángulo amoroso que se establece entre una niña enamorada de su padre y que odia a su madre; una niña que incluso llega a poner en riesgo su vida, tanto que, como espectadores, nos preguntamos si el celo de la evaluadora está conforme con las directrices de esta sociedad distópica, o si se trata de sadismo personal por parte de Virginia. Sin duda hay buenos momentos de tensión, y hasta resulta interesante el juego escénico con una Olsen cada vez más cabreada, un Patel cada vez más pasivo y una Vikander cada vez más perversa, esquizofrénica y oscilante entre el papel de la niña inocente, pero malvada, y la austera evaluadora cuyo trabajo es poner a la pareja al límite. Y uno no puede evitar pensar en Adolf Eichmann, en Hannah Arendt o en las enfermeras y doctores del IMSS-Bienestar. El final es decepcionante, claro, con la obligada “revelación” con la que hay que terminar estas cosas. Ya podemos estar tranquilos, vivimos en el mejor de los mundos posibles: ya sólo faltan dos gotas de clonazepam en medio vaso de agua y a soñar con los angelitos.

¿Vale la pena verla? ¿Por qué no? Ver a la Vikander contorsionarse como demente vale los 114 minutos.

Daniel Espartaco Sánchez (1977). Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Lleva más de un año con la Clínica de Narrativa, un espacio virtual y físico de lectura y reflexión acerca de la escritura creativa. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.

Imagen: Number 9 Films | Amazon MGM Studios.

Compartir:

Artículos Relacionados

Usamos cookies para mejorar tu experiencia y personalizar contenido. Al continuar, aceptas su uso. Más detalles en nuestra Política de Cookies.