Por Arturo Roti
No sabía a lo que iba. Me habían contado cosas, sí: que era irreverente, sucio, grosero, descontrolado. Que había sido detenido en algún festival por mostrar más de lo permitido. Que escupía, gritaba, bailaba y se quedaba en calzones. Pero nada de eso me preparó realmente. Me lancé a ciegas, como quien mete la mano en una licuadora encendida para ver qué se siente.
Salí de casa rumbo al Nodriza Studio con una venda imaginaria en los ojos y la mochila de la duda al hombro. Abordé el Turboplaya, ese camión que parece sacado de una película neón-punk con ruta al delirio, y llegué súper temprano, acreditación en mano. Literal, fui de los primeros en entrar. El lugar me pareció pequeño, oscuro, íntimo… perfecto para que pasara cualquier tipo de aberración.
La gente comenzó a llegar poco a poco. Algunos con playeras negras sudadas, otros con lentes oscuros y miradas listas para el pecado. Yo, tratando de entender el ambiente, aún me preguntaba: ¿qué chingados es un show de Silverio? La respuesta vendría en forma de líquidos voladores y beats dementes.
Mientras sonaba la música para probar el audio del recinto, entre cervezas destapadas y luces parpadeantes, algo me llamó la atención. Fue una chica. Rubia, de cabello ondulado, ojos claros y facciones finas, cubierta con una gorra discreta y ataviada con ropa extralarga de flores. Había algo en su aura entre hippie y misterioso, como si fuera un personaje que se había escapado de otro concierto y terminó aquí por error… o destino. Llegó sola. Le sonreí con ese gesto torpe de quien no sabe si está de más. Me devolvió la sonrisa, tímida. Y eso fue todo. O al menos eso pensé.
El arranque: Achedoso y el Air Sensor
Los encargados de abrir el desmadre fueron Achedoso, un dueto de la Ciudad Industrial de Apodaca, que apareció con una energía entre marciana y punk, acompañados de su bizarro invento: el Air Sensor. No sé bien cómo funciona, pero parecía que con cada movimiento de mano disparaban sonidos como rayos láser de otra dimensión. La gente comenzó a entrar en calor. Algunos bailaban, otros solo se dejaban llevar y movían su cabeza en señal de aprobación y claro se armó un Wall Of Death con beats de música electrónica algo medio extraño para un metalero empedernido. Me agradaron los hermanos.

El caos tiene nombre: Silverio
A las 10:40 p.m., las luces bajaron, los gritos subieron, y Silverio apareció. Lentejuelas rojas, camisa plateada y su peculiar peluca despeinada, así toda la presencia de emperador de burdel. Detrás de su deck y controlador digital, abrió la noche con “Yepa Yepa Yepa”, y todo estalló. El beat golpeaba el pecho, las luces parpadeaban, y el sudor ya comenzaba a formarse.
Vinieron los temas: “XXX”, “Pulgoso Mix”, “El Baile del Diablo”, “Perro”, “Gorila”, y la gente simplemente dejó de ser gente. Eran criaturas salvajes, gritando, brincando, manoseándose unos a otros, levantando vasos, líquidos volando como si fueran bendiciones sucias de un papa del submundo.

Yo aguanté lo más que pude en las primeras filas, hasta que un líquido sospechoso (¿cerveza? ¿meados? ¿el alma de un beatboxer muerto?) me cayó encima y decidí replegarme. Me fui hacia atrás, pero llegué al punto donde los cigarros ya se estaban encendiendo… y no eran precisamente de nicotina. Hierba feliz, mostaza, mota, weed, como le dicen. El aire ya olía a patio de internado reformatorio. La locura estaba desatada, y fue ahí donde la volví a ver. La chica de las flores.
La timidez que la envolvía al inicio se había esfumado. Estaba completamente desinhibida, bailando como si el cuerpo ya no le perteneciera, sino a la música. Radiante, liberada, feliz. Sentí una alegría extraña por ella. Como si ver su soltura encendiera algo dentro de mí también. O tal vez era el humo que ya comenzaba a hacer efecto en mi organismo.
¿Pero qué demonios es Silverio?

Ahí, parado, empapado, con la cara iluminada por luces estroboscópicas y el beat ahora golpeándome la espalda, empecé a entender: Silverio no canta, invoca. No baila, se sacude como una mezcla entre luchador retirado y stripper de carretera. Provoca, sí, pero también hace pensar. Su show es una caricatura del poder, del machismo, del culto al ídolo. Es un performance grotesco donde la risa, el asco y el ritmo conviven en un mismo vaso plástico.
Silverio es todo lo que un político no se atrevería a ser… y por eso conecta tan cabrón con el público. Se ríe de sí mismo, se burla de nosotros, y al mismo tiempo nos deja ser parte del chiste. Ha sido vetado, detenido, cuestionado, pero sigue ahí, en calzones, señalando con su dedo sucio al sistema. Y la gente lo ama por eso.
La sorpresa: Marrano y “El Porno Star”
Y justo cuando creí que ya había visto todo, sube al escenario el infame Grupo Marrano, iconos del cochambre musical, para presentar junto a Silverio el estreno mundial de “El Porn-Star”. Ahí estaban, todos en el escenario, Silverio semidesnudo, Grupo Marrano gritando, retorciéndose, entre gemidos sampleados y beats salvajes. Un momento digno de entrar en los anales del caos regiomontano.

El final de una misa pagana
La noche cerró con “Súper Ídolo”, “Circuntración” y la inevitable “Batalla Final”. Ya nadie tenía pudor, ni voz. Algunos estaban pegados al escenario, otros muchos seguían saltando, y uno que otro fumando aún. Todos extasiados. Yo salí de ahí medio aturdido, mojado, con los oídos zumbando y una sonrisa entre incómoda y feliz.
Caminé de regreso hasta el lugar donde me recogía el Turboplaya. Me senté en el asiento junto a la ventana, viendo pasar la ciudad como si nada hubiera pasado. Pero dentro de mí solo rondaba una pregunta:
¿Qué chingados vi?
No lo sé. Pero me gustó.
Y lo volvería a ver.

Arturo Roti (1968): Comunicólogo egresado de la UANL, rockero de corazón desde que Queen lo bautizó en su primer concierto. Fan del cine, el fútbol y de opinar de todo (aunque nadie lo pida). En el año 2000, dio vida al blog Ojo Eléctrico, donde desmenuzaba discos, rolas y conciertos, y que más tarde se transformó en una cápsula de televisión para el programa Amplificador de TV Azteca. Ha colaborado para El Norte y pintado casas con su jefe en los veranos. Vive con una banda sonora perpetua en la mente, porque, para él, la vida siempre tiene un soundtrack.
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Imágenes: Cortesía.



