Drácula: una historia de amor

Decepcionados salieron los muchachitos vestidos de terciopelo negro y encaje que fueron a la Cineteca Nacional a ver Drácula: una historia de amor.

septiembre 4, 2025

Por Daniel Espartaco Sánchez

Decepcionados salieron los muchachitos vestidos de terciopelo negro y encaje que fueron a la Cineteca Nacional a ver Drácula: una historia de amor. Esperaban asistir una vez más a la misma historia sobada y adaptada de una novela popular del siglo XIX, y en lugar de eso, se encontraron con una historia de amor, tal y como ya lo presagiaba el título escogido por el director, Luc Besson (sobre aviso no hay engaño), que en una entrevista afirmó que eso era lo que pretendía: contar una historia de amor.

            Y para está triste canción de amor —parafraseando a Alex Lora— eran necesarios 40 millones de euros, las gárgolas minions del Lonje Moco —pero a lo Disney—, un Cristoph Waltz que hace chistes generados por computadora, un Drácula que se parece al payasito Pennywise de Tim Curry (Caleb Landry Jones) —sin el carisma de Tim Curry—, música cursi de violines —generada también por computadora—, diálogos exaltados y cursilería sin límites. Pareciera de verdad como si Besson no hubiera querido quedarse atrás a ese costoso desastre que fue la pretenciosa Nosferatu de Robert Eggers; o que el cine europeo estuviera pasando por un mal momento, al borde de la extinción creativa, como si hubiera ya un estándar impuesto por Netflix. 

            —Es una película muy superficial —sentenció el muchachito vestido de negro y encaje a su novia también vestida de negro y encaje, como si Drácula de Bram Stocker, y cualquier otra adaptación al cine, fuese una historia que explorara los abismos más insondables de la condición humana.

            Conmovido, me limité a contemplar cómo aquella parejita se alejaba por la calle, agarrados de la mano, cabizbajos y acongojados después de haberse gastado el dinero del pasaje en una adaptación que no le hiciera justicia a su libro favorito de todos los tiempos. Yo también tuve un hermanito dark que olvidaba el maquillaje en mi casa, poniéndome en apuros con mi novia, pero nunca he entendido, de verdad, la pasión que despierta esta historia victoriana de tres al cuarto. Mérito podría haber tenido la versión de Besson —ojo, estoy usando el modo subjuntivo—; por ejemplo, que fuera un poco más fiel a la novela y la acción terminara en el castillo valaco de Drácula; o que hubiera un cierto tono de comedia que se mantuviera de manera más firme; que la trama se desarrollara principalmente en un Paris decimonónico, durante el centenario de la Revolución Francesa, diez años antes de que se construyera esa horrenda estructura llamada la Torre Eiffel; o que fuera ya de perdida una reinterpretación personal de la historia, como la de Coppola —sin las gárgolas de Disney—, pero el producto final deja mucho que desear, y si no me salí del cine, fue porque afuera estaba lloviendo. ¿El problema? El problema es que uno no tiene idea de lo que está viendo.

            Dice John Gardner en su The Art of Fiction que las obras maestras suelen ser generalmente una mezcla de géneros. Romeo y Julieta es una comedia que termina como tragedia, por ejemplo, pero Drácula: una historia de amor es una prueba de que el tiempo de Luc Besson hace rato que pasó, es más, que nunca lo fue. Y pareciera que Drácula: una historia de amor es un ruinoso desastre, pero en realidad todo está calculado en esta obra impersonalísima para agradar a un público acostumbrado a los churros de Hollywood. Lo supe al escuchar cómo se reía la gente con chistes genéricos que ya se han visto en otras películas.

            —Cuénteme su historia, por favor, muero por escucharla —dice un Jonathan Harker a punto de morir.

            —Jaja, es usted muy gracioso —responde el conde Drácula.

            —Ya no hay historias de amor así —dijo una señora detrás de mí.

Y eso que se refería al amor tóxico de un ser de ultratumba que durante cuatrocientos años ha violentado mujeres mordiéndolas en el cuello en busca de “la verdadera”, se le aparece a las señoritas decentes a través de la ventana y las manosea con el pretexto de enseñarles a disparar y se vale de alcahuetas —también de ultratumba— para seducirlas con antigüedades costosas sin importarle si están o no comprometidas, pero ¡NO ES NO, príncipe Vlad! Y todo está tan calculado para agradar al público que la película resulta hasta conservadora con un Drácula y un curita católico enfrascados en un debate acerca del bien y del mal y lo divino y el triunfo del libre albedrío sobre la naturaleza diabólica del blasfemo personaje que desafió al Ser Supremo debido a su poca tolerancia a la frustración, y su encono con las autoridades religiosas, cuando todo el mundo sabe que los caminos de Dios son misteriosos. Vamos, que uno no puede aspirar a saber por qué Él hace las cosas. Y al final, el príncipe Vlad se sacrifica, se deja matar por amor, y deja a una Mina con las ganas de algo mucho más carnal que toda esa tontería y futilidad de «llevo buscándote 400 años», etcétera. El príncipe se vuelve ceniza, como siempre, como nuestras vanas esperanzas de pasar un buen rato en el cine a salvo de la lluvia. Dies ist der Morgen danach / Und meine Seele liegt brach…

¿Vale la pena verla? Con ese dinero, mejor ve al Chopo y cómprate una playera pirata de Lacrimosa.

Daniel Espartaco Sánchez (1977). Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Lleva más de un año con la Clínica de Narrativa, un espacio virtual y físico de lectura y reflexión acerca de la escritura creativa. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.

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