Por Arturo Roti
Septiembre es mes de patria. Los balcones se visten de verde, blanco y rojo, las plazas se llenan de gritos y antojitos, y la música mexicana suena a todo volumen: mariachis, banda, norteño, corridos que acompañan la fiesta nacional. Pero en Ojo Eléctrico también celebramos la independencia a nuestra manera: rindiendo tributo a otro sonido profundamente mexicano, aunque muchas veces relegado de estas fiestas. No hablaremos del charro con sombrero ni del acordeón bravío, sino de lo que nos ha hecho vibrar desde siempre: el rock. Y esta vez no se trata de Pink Floyd, de Judas Priest o de Tool, sino del nuestro, del que creció entre hoyos fonqui, fanzines y Avanzadas Regias. Porque si de independencia hablamos, el rock mexicano independiente es quizás la forma más pura de gritar libertad con una guitarra enchufada.
El rock mexicano nunca pidió permiso. Nació a contracorriente, en fiestas clandestinas y bailes suburbanos, con guitarras prestadas y amplis tronados, como un rugido que se colaba por entre los muros de una sociedad que lo veía con desconfianza. Desde entonces, ha sido una lucha constante por abrir espacios, por conquistar oídos, por gritar: “Aquí estamos”.
En los años sesenta, los primeros grupos imitaban a los Beatles y a los Stones, traduciendo canciones o tocándolas tal cual, pero poco a poco fueron inyectando una personalidad propia. Javier Bátiz, por ejemplo, desde Tijuana, con su guitarra marcada por el blues, se convirtió en maestro de muchos futuros gigantes. Era la chispa de una identidad mexicana en el rock, todavía en pañales, pero con hambre de sonar distinto.
Los setenta trajeron la contracultura, pero también el veto. El Festival de Avándaro en 1971 fue un parteaguas: miles de jóvenes reunidos en torno al rock asustaron al gobierno, que respondió con censura y marginación. El género fue expulsado de los grandes escenarios y se refugió en hoyos fonqui, espacios marginales donde bandas como Three Souls in My Mind, precursor de El Tri, mantuvieron viva la llama. Fue un periodo oscuro, pero también fértil: en esos sótanos nació la resistencia.
En los ochenta, la independencia se volvió bandera. El compilado Comrock reunió a grupos emergentes que no encontraban cabida en la industria tradicional. Era el rock levantando su propia voz, a pulso, con grabaciones rudimentarias y difusión en fanzines y radios pirata. Surgieron propuestas que desafiaban lo establecido, mezclando punk, metal, new wave y sonidos urbanos. El “hazlo tú mismo” no era una moda, era una necesidad.
Los noventa fueron tiempo de ebullición regional. Monterrey se convirtió en epicentro con la llamada Avanzada Regia, que parió bandas como Plastilina Mosh, Control Machete, Jumbo y Zurdok. De repente, desde el norte llegaban fusiones frescas, irreverentes, que ponían a México en el mapa global. Al mismo tiempo, Caifanes y Café Tacvba ya habían abierto camino en los escenarios internacionales, demostrando que el rock mexicano podía ser masivo sin perder autenticidad.
El nuevo milenio vio consolidarse una camada indie que se movía entre foros pequeños y festivales en crecimiento. Zoé, Porter, División Minúscula, Hello Seahorse!, Enjambre, Los Dynamite… cada uno desde su trinchera empezó a atraer públicos jóvenes que buscaban algo distinto al mainstream. Sellos como Noiselab, Static Discos o Discos Intolerancia fueron clave en ese empuje, apostando por lo alternativo cuando las grandes disqueras aún miraban hacia otro lado.
Y así llegamos al presente: un ecosistema vasto, diverso, donde conviven proyectos de shoegaze, post-punk, garage, metal independiente, pop experimental. Donde la CDMX, Guadalajara, Monterrey, Tijuana y Puebla son semilleros de talento. Donde festivales como Vive Latino, Machaca o Pal Norte se han convertido en escaparates para que las bandas independientes suenen junto a nombres internacionales. Hoy, más que nunca, el rock mexicano independiente no es un género, es un caleidoscopio.
Lo fascinante es que esta historia sigue escribiéndose cada fin de semana, en cada tocada, en cada EP que aparece en Bandcamp o en un playlist de Spotify. El rock independiente mexicano no se agota porque siempre encuentra un nuevo rincón desde donde crecer, es una cicatriz, un grito, un barrio entero hecho sonido. Es el ruido que incomoda a los poderosos y el refugio de quienes nunca tuvieron cabida en lo establecido. Es Avándaro convertido en memoria, los hoyos fonqui hechos altar, la Avanzada Regia como estallido y las nuevas generaciones como promesa. El día que deje de sonar, será porque ya no haya quien sueñe… pero ese día nunca llegará.
Arturo Roti (1968): Comunicólogo egresado de la UANL, rockero de corazón desde que Queen lo bautizó en su primer concierto. Fan del cine, el fútbol y de opinar de todo (aunque nadie lo pida). En el año 2000, dio vida al blog Ojo Eléctrico, donde desmenuzaba discos, rolas y conciertos, y que más tarde se transformó en una cápsula de televisión para el programa Amplificador de TV Azteca. Ha colaborado para El Norte y pintado casas con su jefe en los veranos. Vive con una banda sonora perpetua en la mente, porque, para él, la vida siempre tiene un soundtrack.
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