Led Zeppelin y la obra titánica de Physical Graffiti

Volver a Physical Graffiti hoy es como abrir un álbum de fotos que no envejece: cada canción sigue respirando, sigue hablando con nosotros. Es un recordatorio de que la música, cuando nace de la entraña, nunca muere.

agosto 30, 2025

Por Arturo Roti

Siempre hay discos que marcan un antes y un después en la vida de uno y a inicios de los 90, cuando todavía el ritual de los discos usados era una búsqueda de tesoros, me encontré con el Physical Graffiti de Led Zeppelin completo, con insertos intactos, como si el tiempo lo hubiera preservado para mí. Ya conocía el disco gracias a un amigo que me lo prestó, y lo había grabado en dos cassettes para escucharlo en mi walkman. Pero tenerlo en mis manos, abrir sus portadas, deslizar los insertos y asomarme a esas ventanas… fue otro nivel. Era como poseer más que un disco, era un edificio entero de música.

En ese tiempo vivía prácticamente pegado a mis walkman Sony. Era mi accesorio inseparable, como si llevara la música incrustada en los oídos. Trabajaba entonces en el departamento de Investigación del periódico El Norte, y en cada viaje que me tocaba hacer —fuera por carretera o en trayectos interminables—, siempre me acompañaba la música. Esos cassettes con Physical Graffiti eran una de las joyas que nunca faltaban en mi mochila junto con otros favoritos de la época. Recuerdo cómo esos tapes me facilitaban el camino, hacían llevadera la rutina y, más que nada, me daban una especie de libertad portátil. Ahora que lo pienso, llegué a tener más de cinco o seis walkman Sony en distintos momentos, porque tarde o temprano se descomponían o se maltrataban por el uso. Hoy me causa gracia recordar ese pequeño ejército de aparatos, como si fueran parte de un arsenal necesario para sobrevivir en movimiento.

Pero más allá del fetiche material, lo que realmente me marcó de Physical Graffiti fue su vastedad. Es un disco doble, un mural sonoro que reúne todo lo que Led Zeppelin podía ser en su punto más creativo: hipnótico, brutal, sensual, experimental y profundamente humano. No todas las canciones entraban fácil en la primera escucha, pero había cinco que para mí se convirtieron en faros, en esas piezas que cargaban el espíritu del disco.

1. «Kashmir»

El corazón espiritual del álbum. Desde el primer acorde en afinación exótica, el tema se siente como un viaje más allá de cualquier geografía conocida. Recuerdo la primera vez que lo escuché en el walkman, con el traqueteo del camión de fondo: fue como si la carretera misma se transformara en desierto. La voz de Plant, cargada de misticismo, y la orquestación épica de Page y Jones, construían un mantra que no necesitaba prisa. Era infinito. «Kashmir» no era solo música, era una visión, un espejismo que te hacía levantar la mirada hacia horizontes lejanos.

2. «Trampled Under Foot»

Si «Kashmir» era lo místico, este era el groove terrenal. Un funk saturado de wah-wah, casi indecente en su cadencia, que se colaba por los audífonos como un impulso eléctrico. En esos viajes largos, esta canción me servía para despabilar, para recordar que había que mantener el paso firme. John Paul Jones se roba el protagonismo con los teclados clavando un riff infeccioso, mientras Plant canta con un doble filo de sensualidad y descaro.

3. «Ten Years Gone»

Quizá la más melancólica del disco. Una canción que en los 90, escuchada desde mis auriculares mientras miraba pasar paisajes grises por la ventanilla, tenía un efecto devastador. Es una reflexión sobre el tiempo y lo que se ha perdido en el camino, pero con una dignidad tremenda. La guitarra de Page aquí no es un solo, es un entramado de capas que parecen voces distintas hablándose entre sí. Es la nostalgia hecha música.

4. «In My Time of Dying»

Aquí me detengo, porque esta no es solo una canción, es un ritual. La primera vez que la escuché me voló la cabeza: once minutos de blues cósmico que empiezan como un lamento en slide guitar y se transforman en un viaje catártico. La voz de Plant suena como un predicador que sabe que la muerte está cerca, pero no le tiene miedo: la enfrenta, la nombra, la convierte en arte. Bonham, mientras tanto, parece un animal desatado, marcando cada transición con esos redobles que retumban como cañonazos. Y Jimmy Page… ¡carajo! Page convierte la guitarra en un arma espiritual, arrancando sonidos que son puro dolor y éxtasis al mismo tiempo.

Aún recuerdo quedarme quieto, sin respirar, cuando la rola entra en su sección más frenética. Era como si Zeppelin me estuviera mostrando que la música puede llevarte al límite de lo humano, a ese lugar donde no sabes si reír, llorar o arrodillarte. Hasta hoy la pongo en mi top five de Zeppelin, porque me confronta con algo que va más allá del rock: la certeza de que la música también es una manera de hablar con la muerte.

5. «Houses of the Holy»

Curiosamente, esta canción no apareció en el disco homónimo, sino que se guardó para Physical Graffiti. Y qué acierto. Es la parte luminosa, un respiro fresco entre tanta intensidad. Tiene un swing juguetón, con ese riff saltarín que te obliga a mover el pie. Para mí era como abrir las ventanas del camión y dejar entrar un poco de aire limpio, como una pausa vital antes de volver al peso de las demás canciones.

Con esos cinco temas como columnas, el disco se volvía una especie de edificio habitable, donde cada escucha era recorrer distintos pisos, pasillos y habitaciones. Y yo, con mis walkman y mis cassettes maltratados, lo habitaba en cada trayecto, en cada viaje solitario.

La herencia del Graffiti

Physical Graffiti marcó a generaciones. Fue influencia directa para bandas de hard rock, heavy metal, progresivo y hasta el grunge. Escucha a Soundgarden, a Pearl Jam, a Tool, y ahí está la huella.

Covers no han faltado: desde The Black Crowes con «Ten Years Gone», hasta Alice in Chains tocando «Kashmir» en vivo, pasando por versiones más experimentales en jazz y música clásica. Pocos discos tienen esa capacidad de dialogar con tantos géneros y épocas.

Physical Graffiti no es solo un disco doble: es un universo paralelo. No está diseñado para escucharse de fondo, sino para perderte en él como en un laberinto sonoro. Es Zeppelin mostrando todas sus caras a la vez: el blues espiritual, el hard rock incendiario, la experimentación progresiva y la sensibilidad folk.

Volver a Physical Graffiti hoy es como abrir un álbum de fotos que no envejece: cada canción sigue respirando, sigue hablando con nosotros. Es un recordatorio de que la música, cuando nace de la entraña, nunca muere.

Eso sí, cuando vuelvo a poner ese disco y escucho las primeras notas, regreso a aquel instante en que lo descubrí, a esa epifanía juvenil donde todo parecía posible. Porque hay discos que no son solo música: son cicatrices luminosas que nos acompañan toda la vida. Y Physical Graffiti es, para mí, una de las más brillantes.

Arturo Roti (1968): Comunicólogo egresado de la UANL, rockero de corazón desde que Queen lo bautizó en su primer concierto. Fan del cine, el fútbol y de opinar de todo (aunque nadie lo pida). En el año 2000, dio vida al blog Ojo Eléctrico, donde desmenuzaba discos, rolas y conciertos, y que más tarde se transformó en una cápsula de televisión para el programa Amplificador de TV Azteca. Ha colaborado para El Norte y pintado casas con su jefe en los veranos. Vive con una banda sonora perpetua en la mente, porque, para él, la vida siempre tiene un soundtrack.

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