Por Arturo Roti
A Mark Knopfler y a Dire Straits los escuché por primera vez con «Sultans of Swing», y desde ese instante algo me atrapó. Aquella canción tenía una forma casi contestataria de dialogar con la guitarra, como si cada frase vocal tuviera una respuesta melódica, precisa y elegante. Pero lo que realmente me voló la cabeza fueron los dos solos: exactos, veloces, tan medidos como apasionados.
Lo que más me llamó la atención fue la forma en que Knopfler tocaba. Esa técnica sin púa, con los dedos acariciando las cuerdas, me recordó a otros genios que también preferían sentir el metal directo en la piel: Jeff Beck, Lindsey Buckingham, y tiempo después, Richie Kotzen. Pero Knopfler tenía algo distinto. Era como si sus notas no salieran de la guitarra, sino del aire que la rodeaba.
En esos días tocaba la lira en la rondalla de la prepa, y un compañero —gran guitarrista, de esos que tenían oído absoluto para los detalles— se aventó el solo completo de «Sultans of Swing». Lo vi pelearse con cada arreglo, con cada cambio, con cada nota que parecía sencilla hasta que intentabas sacarla. Fue ahí cuando comprendí la dificultad y la precisión que había detrás de ese sonido aparentemente tranquilo.
Quise saber más, así que me lancé a buscar discos de Dire Straits. Conseguí el primero, aquel que abre con «Down to the Waterline», y al escucharlo supe que ese sonido era ya un sello indeleble: la Fender Stratocaster limpia, sin distorsión, hablando con un acento que nadie más tenía. Luego compré el Communiqué y después el magnífico —y tan poco valorado— Making Movies, donde Mark confirmaba que su forma de tocar no necesitaba volumen, sino alma.
La precisión del alma
Hablar de Mark Knopfler es hablar de una elegancia casi inhumana dentro del rock. Mientras muchos buscaban velocidad o estridencia, él eligió la calma, la textura, el espacio entre las notas. Su guitarra no gritaba: susurraba con autoridad. Era como si cada canción estuviera escrita sobre una carretera solitaria, con un cielo gris al fondo y el sonido del mar acompañando el ritmo.
En el estudio, Knopfler era un obsesivo del detalle. No soportaba una toma que sonara forzada. Solía decir que la perfección no estaba en tocar más, sino en tocar menos y con sentido. Por eso, su Stratocaster —una roja y blanca de los años 60— se volvió una extensión de su voz. Nunca abusó del pedal de distorsión; prefería ese tono cristalino que parecía venir del corazón mismo del amplificador.
Uno de los grandes misterios de su estilo es cómo logra ese ataque tan nítido sin usar púa. Lo hace combinando los dedos pulgar, índice y medio para crear un golpe seco y preciso, casi como una batería de cuerdas. Esa técnica la perfeccionó tras años de tocar folk y blues en bares, antes de la fama. Quizá por eso Dire Straits sonaba tan distinto a todo lo que había en la Inglaterra punkera de 1978: eran una banda de rock con alma de narradores callejeros.
Los caminos del sonido: cada disco, una historia
No me atrevería a resumir los álbumes de la banda, porque cada uno tiene una belleza propia, un mundo sonoro que respira distinto. Pero sí sé que, si te dejas llevar por ellos, vas a encontrar paisajes, personajes y emociones que solo Mark Knopfler pudo crear. Aquí va una mirada, no técnica, sino emocional, a esos viajes que cambian la forma en que uno escucha el rock.
El primero, Dire Straits (1978), es como el amanecer de una ciudad silenciosa. Todo empieza con Down to the Waterline, y desde ahí se siente que algo nuevo estaba naciendo: guitarras limpias, letras que pintan escenas y una cadencia que parece flotar entre el blues y el cine. Y claro, «Sultans of Swing»… ese diálogo eterno entre voz y guitarra, entre humildad y genialidad. Es un debut que no grita, pero deja huella desde la primera nota.
Luego vino Communiqué (1979), el hermano discreto del primero, un disco que huele a carretera mojada y a luces de motel parpadeando en la noche. A muchos les pasó de largo, pero cuando uno se detiene, descubre joyas como «Once Upon a Time in the West» o «Portobello Belle», donde Knopfler muestra su capacidad de narrar sin dramatismo, solo con la precisión del alma. Es un álbum que se escucha mejor de madrugada, con la mente en calma.
Making Movies (1980) es otra historia. Aquí la banda crece, se abre, se emociona. «Tunnel of Love» y «Romeo and Juliet» son canciones que parecen escritas a la luz de un recuerdo. Hay una teatralidad hermosa, casi cinematográfica, reforzada por la producción de Jimmy Iovine y el piano de Roy Bittan (de la E Street Band). Es el disco donde Dire Straits deja de ser una banda de pubs y se convierte en una banda de sentimientos universales.
Después llegaría Love Over Gold (1982), y con él, la ambición artística. Knopfler se toma su tiempo, alarga las canciones, explora. «Telegraph Road» es una sinfonía moderna de 14 minutos, una historia sobre el desarrollo, la soledad y la transformación. «Private Investigations» es otra joya: una mezcla de jazz, poesía y oscuridad. Es un álbum que no busca complacer; exige que lo escuches con atención, con el corazón en silencio.
Y finalmente, el gran salto: Brothers in Arms (1985). El disco donde Dire Straits conquistó el mundo. Fue grabado con tecnología digital —algo nuevo para su época—, y se convirtió en uno de los primeros grandes éxitos del formato CD. «Money for Nothing», con la voz de Sting, es casi un himno de los 80; «Walk of Life» y «So Far Away» son pura nostalgia en movimiento. Pero es en «Brothers in Arms», la canción que da título al disco, donde Knopfler alcanza lo sublime: una meditación sobre la guerra, la pérdida y la hermandad, escrita tras la guerra de las Malvinas.
Cada uno de estos discos es una estación de viaje, un reflejo de un hombre que no necesita alardes para conmover. Knopfler no busca deslumbrar; busca hablarte al oído. Y cuando lo logra, ya no hay marcha atrás: quedas atrapado en su mundo de guitarras que respiran y silencios que también cuentan historias.
El eco que nunca se apaga
Mark Knopfler siempre me ha parecido un hombre fuera del tiempo. De apariencia sencilla, casi tímida, pero con una presencia que raya en la perfección, como si cada movimiento suyo estuviera hecho con la precisión de un reloj suizo y la calma de quien ya entendió que la grandeza no se grita. No necesita poses ni artificios: le basta una guitarra, un sonido limpio y una historia por contar. Escucharlo es entrar en una zona de sosiego donde todo se acomoda. Hay noches en que basta poner un disco suyo para que el ruido del mundo se disuelva. Su música es compañía de las horas quietas, esas en las que uno no busca nada, solo estar. Lo escucho cuando necesito silencio, cuando quiero desaparecer un rato con una taza de té y con la luz baja.
Knopfler es de esos artistas que no solo tocan notas, sino emociones. Cada rasgueo suyo tiene un dejo de melancolía, pero también de esperanza; un equilibrio casi imposible entre la ternura y la precisión. En un mundo que premia la velocidad, él sigue demostrando que la verdadera fuerza está en la pausa, en el espacio entre una nota y otra, en ese instante en que la música respira.
Y quizás por eso, cuando suena «Sultans of Swing», «Private Investigations» o «Brothers In Arms», siento que no solo estoy escuchando canciones: estoy entrando en conversación con un viejo amigo, uno que no dice mucho, pero que lo dice todo con una sola cuerda.
Mark Knopfler no es solo un guitarrista: es un estado de calma, un refugio sonoro, una brújula que siempre apunta hacia la belleza.



