Por Daniel Espartaco Sánchez
Primero como farsa, después como tragedia. No hace falta ser argentino para saber de qué estamos hablando: retórica populista, políticas económicas neoliberales, corrupción por todo lo alto, el líder mesiánico y dicharachero, el encantador de multitudes, un supuesto milagro económico, y escurrir el bulto en tiempo de crisis. Desde sus inicios en La Rioja, pasando por la paridad del peso con el dólar, el levantamiento carapintada de 1990, el Pacto de Olivos, el terrible atentado en el barrio de Once a la AMIA —que sigue impune—, la muerte de Menem junior, la reelección a un segundo mandato y finalmente —¿habrá una segunda temporada?— la caída, porque todos —óigame, todos, todititos— caen tarde o temprano de alguna u otra forma. Menem, la serie, Menem, la telenovela, Menem, el personaje, tiene de todo para que uno pueda soplarse unas seis horas seguidas sentado en el sofá sin moverse siquiera para ir al baño, algo a lo que nos tiene acostumbrados la calidad de la industria audiovisual argentina, que ya quisiéramos en México. Pero a lo mejor estoy pecando de entusiasmo y luego me voy a arrepentir…
Y si uno sobreentiende que no está frente a una verdad histórica, a una investigación con medías páginas de notas al pie y sesudas reflexiones sobre complejos procesos históricos y económicos, Menem, la serie, está bien para pasar un rato y hasta echarse un poco de chile en polvo con sal en la herida latinoamericana que todos llevamos en el pecho. Y, claro, si uno sobreentiende que cualquier serie de ficción histórica debe tener un sesgo que falte precisamente a la noble y ultrajada disciplina de la historia, no está de más asistir a Menem, el espectáculo; siempre en peligro de tomárselo como verdadero o falso porque es necesario modificar hechos y escenarios para lograr el giro trágico, el coro griego, el héroe que no es un héroe —en un sentido moderno y romántico— sino una figura colosal alrededor de la cual se monta el tinglado de la tragedia. No faltan la bruja a lo Shakespeare, la profecía mal entendida del cuento, o bien entendida, pero ignorada; el sacrificio del primogénito por la gloria, como Agamenón con Ifigenia; y los intríngulis palaciegos: la Casa Rosada es el palacio, el trono, el reino y hasta tenemos el hybris del héroe, el desafío a los dioses que termina con el balido de la cabra de Dionisio. Porque uno no puede —no debe de—equipararse con los dioses; reformar la constitución y reelegirse así como así, no; si esas cosas hasta le dan miedo a los inescrupulosos populistas mexicanos: mejor dejar a cargo a quien te cubra las espaldas. Y todo es maravillosamente falso y sin embargo verdadero en Menem, la serie, como debe ser toda ficción que se precie de serlo, cuyo tema es el pacto demoníaco con el poder, con el Rumpelstilzchen de los hermanos Grimm, el duende saltarín, que podía convertir la paja en oro a cambio de tu primogénito, a menos que adivinaras cuál era su impronunciable nombre.
Es necesario llevarnos de la mano a través de la ficticia familia Salas (que está muy Cuéntame cómo pasó) y del ficticio fotógrafo oficial, Olegario Salas (Juan Minujín), hombre decente, donde los haya, que se deja seducir por la socarrona e ingenua sonrisa del Turco, que es como le decían a Menem (Leonardo Sbaraglia), hasta corromperse poco a poco, o hacerse el occiso, como decimos en México, pero no demasiado, porque Olegario no es sólo un cicerone que nos rompe la cuarta pared a cada rato sino la brújula moral en torno de la cual se orienta el entramado de esta farsa argentina que termina como tragedia con la muerte de Menem junior, pero, sobre todo, con la catástrofe de Once y la AMIA, que es donde cambia el tono de la serie
¿Vale la pena verlo? Sin duda Menem es un producto que vale la pena ver por sus actuaciones, por la variedad de registros y tonos y por su juego escénico, aunque todo nos resulte en algún momento maravillosamente falso, como una puesta en escena. Yo me quedo con la escena demoniaca donde Menem, el seductor, vende la compañía telefónica a consorcios extranjeros —y se entiende, el país—, y baila “Que Tendrá Ese Petiso” con Ricky Maravilla: que tendrá ese petiso, yo quisiera averiguarlo / qué tendrá ese petiso, quiero yo saberlo ahora. No queda más que reírse y luego llorar.
Daniel Espartaco Sánchez (1977). Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Lleva más de un año con la Clínica de Narrativa, un espacio virtual y físico de lectura y reflexión acerca de la escritura creativa. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.
Foto: Prime Video.



