Por Daniel Espartaco Sánchez
¿Sabe dónde está su hijo?
Esta pregunta formaba parte de una campaña publicitaria durante los tristes años noventa, cuando una compañía de telefonía celular intentaba venderle a la población mexicana una falsa necesidad que aún no tenía. En el comercial de televisión y de las revistas veías a un adolescente tumbado en un sillón, intimidado por una muchacha en minifalda, rebosante de buena salud que, a gatas sobre él, intentaba seducirlo, y que para colmo parecía mucho más grande de edad. Cuántas madres con recursos económicos no debieron de correr a las oficinas de la compañía para hacerse de un Motorola DynaTAC para su retoño y protegerlo. Y en cuánto al adolescente… ¡lo que menos deseaba era una llamada de su madre! Resulta poco gratificante recordar esta campaña ahora, cuando sabemos que es precisamente la muchacha la que está riesgo, o que la sola frase dónde está su hijo nos remite a los miles de hijos, padres y hermanos desaparecidos y a las madres que se dedican a buscarlos. Era una campaña mañosa, sin duda, pero que apelaba al principal temor de los padres: ¿sabe dónde está su hijo?, pues conforme envejecemos nos anquilosamos e ignoramos los códigos y lenguajes con los que se comunican los adolescentes. Este es, entre otros, uno de los temas principales de Adolescencia, la serie-de-la-que-todo-el-mundo-está-hablando (seguro hay una palabra alemana para esto).
Mensaje
Mensaje, mensaje y mensaje. Si vemos las listas de los premios cinematográficos de los últimos años, podemos apreciar que la mayoría de las obras galardonadas exponen un mensaje de vital importancia: los derechos vulnerables de la minoría tal, de una amigable etnia del Amazonas o de Asia Central que está a punto de desaparecer amenazada por la explotación del hombre blanco, o visibilizar la problemática de la comunidad tal, etcétera. Como decía un personaje de la genial novela de Gonchárov, Oblómov (cito de memoria): queremos diseccionar la realidad, no tenemos ya tiempo de perderlo en canciones… A lo que Oblómov responde con una vehemencia inusitada en él (e inverosímil): dadme al hombre, ¡al hombre!, ¡amadlo! Ya no tenemos tiempo de contar historias si estas no nos arrojan a la cara el pescado crudo y apestoso de la palabra verdad. Pero se ha hablado tanto de mensaje que, entre ciertos sectores no progresistas o abiertamente reaccionarios, ha generado un supuesto hartazgo, mismo que una clase política utiliza para revertir décadas de avances en políticas sociales y de identidad —le llaman ideología woke—, al grado de emprenderla hasta con los derechos básicos de la mujer. Ante esta serie de tendencias reaccionarias, entre ellas la Manosfera, tal vez no baste ya con el mensaje, sino que hay que encontrar maneras narrativas novedosas de decirlo, y Adolescencia intenta llenar este vacío cada vez más urgente. De una manera diferente, logra visibilizar estos estallidos sistemáticos de violencia contra la mujer, el bullying y la influencia perniciosa de la despreciable Manósfera, que lleva varios años ahí, y de la que ahora todo el mundo parece darse cuenta; los hay incluso quienes todavía se atreven a reivindicarla. En este sentido, el valor de Adolescencia no solo radica en el mensaje urgente sino en la aportación a la narrativa visual, que no resulta del todo nueva, pero que al final suma.
Series y novelas
Vivimos una época dorada de las series, con frecuencia he escuchado esta afirmación por parte de sujetos que yo creía más inteligentes. Y si tal y como afirman estas personas, la época dorada comienza con The Sopranos y The Wire, ésta ya duró casi lo mismo que el Renacimiento italiano, según Orson Welles, unos treinta años. Lo cierto es que, de la sitcom boba o las series de acción estilo Hawaii Five-0, hubo una ¿evolución?, un cambio en la manera en que la televisión cuenta historias, al grado de que hoy en día no alcanza el tiempo para ver todas las series “geniales” que te recomiendan los amigos. ¡No tengo tiempo!, ¡tengo que trabajar!, y si tuviera tiempo libre no quisiera desperdiciarlo frente a un televisor, les digo consciente de que tal vez me estoy perdiendo del acontecimiento del siglo, pero como ya me perdí la época dorada de las Spice Girls, poco o nada me importa. Hay incluso quienes se atreven a decir que ver series es cómo leer libros, ignorantes de las áreas del cerebro que se encienden al imaginar la descripción de un escenario en una hoja de papel en comparación con la recepción pasiva de imágenes y sonidos. Lo cierto es que muchos estarán de acuerdo conmigo en que las series evolucionadas poco o nada tienen de novedoso en términos narrativos. Al igual que el cine, que viene de una crisis tras otra, las series son herederas del folletín del siglo XIX y XX. Comienzan en algún punto in media res, como en una novela clásica: un tipo en calzones con una máscara de gas que huye de la policía en un remolque, por ejemplo, nos hace preguntarnos quién es, cómo fue que llegó hasta aquí. Y después de esta escena vemos el típico letrero de seis meses antes… o una semana antes… Cada capítulo termina en un punto de suspenso que nos obliga a apretar el botón de siguiente. Breaking Bad o Game of Thrones no son más que culebrones y tienen su arte, su técnica y su maña mantener a un espectador atornillado a un sillón, lo admito, pero a veces me da la sensación de formar parte de un experimento en el que aprietas una y otra vez el botón azul que te dará una supuesta recompensa, pero recibes a cambio una descarga eléctrica: piensas que alguien vengará a Sansa Stark, pero, oh, nunca ocurre, o, en mi caso, ya ni quieres averiguarlo. Emociones baratas. Todo esto debe de estar muy estudiado, y debe de enseñarse en manuales, y obedece a instintos humanos muy básicos; podría haber sido desarrollado por la CIA para destruir la voluntad de los individuos o algo así.
Adolescencia: no hay nada nuevo bajo el sol
La novela tuvo muchos cambios durante el siglo XX, tomemos por ejemplo A las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, que narra la Cruzada de los Niños y está contada en tan sólo dos párrafos: uno muy largo, que abarca casi la totalidad, poco más de unas cien páginas, y un segundo, apenas una línea al final. Es decir, entre la primera palabra y la última del primer párrafo no hay un punto y aparte, una proeza de la narrativa. Quiero pensar que el segundo párrafo innecesario fue una muestra de humildad por parte de Andrzejewski. Así pues, si la serie de novelas de Game of Thrones tienen la estructura conservadora del folletín, que tanto gusta a las editoriales, porque es lo que vende, la serie emula esta forma, y no importa qué tan bien está contada, lo emocionante que resulte, a mi me da la sensación de estar frente a un culebrón, lo que no tiene nada de malo. En cambio, Adolescencia de Jack Thorne y Stephen Graham me parece un bocado mucho más interesante por su estructura diferente (al menos para la televisión), que emula esas otras estructuras novelísticas. Con cuatro capítulos, cada uno de ellos está grabado y montado como si fuera un plano secuencia, un párrafo en el equivalente de la novela. Ya a nadie sorprende un plano secuencia desde La soga de Hitchcock, que está basada en una obra de teatro y por lo tanto resulta muy teatral, algo inevitable debido al material primario y a la técnica de entonces. De principio, da la sensación de estar viendo una obra de teatro total y perfectamente esquematizada. Desde entonces, el recurso se ha utilizado muchas veces, incluso en películas de superhéroes. Con la tecnología de hoy es posible desplazar la cámara de un lugar a otro de una manera más dinámica como en el caso del Secreto de sus ojos, por poner uno de mis ejemplos favoritos, con esa toma área sobre el estadio del Huracán, que desciende hasta los graderíos y los pasillos entre una multitud que ovaciona a su equipo. La novedad de Adolescencia, que ya se ha comentado hasta la náusea, es que la cámara se desplaza de un personaje a otro por espacios cerrados tal y como otras novelas o relatos saltan de una consciencia a otra, de un tiempo verbal y una conjugación a otra, como, Los cachorros de Vargas Llosa, guardando las distancias, porque lejos está la narrativa visual de emular esta genial novela corta, cuyos saltos son no sólo polifónicos sino también de tiempo. En este sentido, no hay nada nuevo bajo en sol con Adolescencia, sin embargo, su frescura en el panorama del folletín visual se agradece, así como su puntualidad al visibilizar la violencia contra la mujer, el bullying y la influencia perniciosa de la despreciable Manósfera. Adolescencia no apela al recurso manido de dejar en suspenso al espectador respecto de quién podría ser o no el asesino. Desde un principio lo sabemos, y lo que nos mantiene en suspenso no es si el protagonista está en peligro o no (como en una novela de cincuenta centavos), sino conocer cuáles fueron los motivos que llevaron al asesino a cometer el crimen. Hay un breve pero exacto repaso a una sociedad liberal en crisis y la manera cómo se educa en este sistema, algo que ya sospechábamos, pero que no deja de ser desolador: la pedagogía en la era del internet, el conjunto de primitivos valores con los que se rigen los adolescentes. Sin embargo, Adolescencia no logra trascender sus objetivos artísticos, más allá de lo técnico, o su función de denuncia; ir más allá en el plano de lo existencial o de lo lírico y romper los límites de los social. El mundo está podrido, ya lo sabemos. Valdría la pena preguntarse además si esto haría falta, porque ya no tenemos tiempo de perderlo en canciones.
¿Vale la pena verla? Sí.
Daniel Espartaco Sánchez (1977). Es autor de varios libros, el último se llama Los nombres de las constelaciones. Ha ganado muchos premios literarios, pero no le gusta presumirlos. Lleva más de un año con la Clínica de Narrativa, un espacio virtual y físico de lectura y reflexión acerca de la escritura creativa. Vive en la colonia Narvarte, el único territorio con el que se identifica hasta el momento.
Foto: Netflix.



