Por Arturo Roti
Fue en mis primeros semestres de universidad cuando el rock progresivo empezaba a colonizar mis días y mis noches. Ya había descubierto a Yes, Emerson, Lake & Palmer, Gentle Giant… y cada nuevo disco que caía en mis manos era como abrir un pasadizo secreto hacia otros mundos. En esa fiebre de descubrimiento, recuerdo una tarde en los desaparecidos puestos del Río Santa Catarina, allá abajo del puente San Luisito. Entre montones de vinilos desgastados apareció la portada acuática de Meddle. No lo solté ni para respirar: lo pagué y me lo llevé como quien guarda un tesoro recién hallado.

Algunos temas ya los conocía gracias al compilado Works, que rondaba en casa desde antes. Pero escuchar Meddle de principio a fin, en su propio orden y contexto, fue otra cosa. Fue un alucine completo. Y entonces llegó «Echoes»: ese momento en que la aguja cae sobre el vinilo y, de pronto, todo lo que conoces se suspende. La música no solo sonaba: me llevaba, me arrastraba como una marea que primero te acaricia y después te lanza contra un horizonte desconocido. Sentí —y aún lo siento— que «Echoes» no es solo una canción, es un viaje donde el tiempo se diluye y el sonido se convierte en paisaje interior.
El génesis de un eco
Pink Floyd no tenía un rumbo fijo cuando entró a los estudios Abbey Road a principios de 1971. Llegaron sin material preparado, apenas con la certeza de que querían dejar atrás la sombra de Syd Barrett y encontrar un sonido propio. Así surgieron las famosas “Nothings”: improvisaciones desarticuladas donde cada miembro tocaba por separado sin escuchar al resto. De ese caos brotó una simple nota de piano, procesada con un Leslie, que Roger Waters y Rick Wright escucharon como una chispa cósmica. Ese “ping” se convirtió en la semilla de Echoes.
Al darse cuenta de que las ocho pistas de Abbey Road quedaban cortas para lo que imaginaban, se trasladaron a estudios como Morgan y AIR, donde pudieron experimentar con dieciséis canales. El proceso fue fragmentado, interrumpido por giras y presentaciones, pero poco a poco el disco fue tomando forma. Y lo notable de Meddle es que fue un trabajo genuinamente colectivo, una rara avis dentro de la historia de Pink Floyd: todos aportaron ideas, todos empujaron hacia la misma dirección, algo que cambiaría drásticamente en los álbumes siguientes, donde Roger Waters asumiría un control casi absoluto.
Un mosaico sonoro
El álbum abre con “One of These Days”, una avalancha instrumental donde dos bajos, un órgano y un efecto vocal cavernoso de Nick Mason marcan la pauta. “A Pillow of Winds” baja la intensidad hacia un tono pastoral, íntimo, casi folk. “Fearless” introduce la insólita mezcla de guitarras en afinación abierta (GGDGBB) con el coro del Liverpool F.C. cantando “You’ll Never Walk Alone”, un guiño inesperado a la cultura popular inglesa. “San Tropez” y “Seamus” aportan ligereza y humor —una rareza en la seriedad progresiva de la época—, hasta desembocar en ese otro continente que es «Echoes».
El corazón de Meddle
Con más de 23 minutos, «Echoes» ocupa todo el lado B del disco. Es una travesía que empieza con un susurro y termina en un cataclismo sonoro. El famoso “ping” inicial abre una puerta hacia un océano de armonías etéreas, voces en unísono y guitarras que parecen provenir del fondo del mar. Gilmour extrae sonidos imposibles de su Stratocaster con un pedal wah-wah invertido; Wright despliega atmósferas cósmicas con el Hammond y el Leslie; Waters sostiene el viaje con un bajo hipnótico, mientras Mason marca el pulso con una precisión casi tribal.
A mitad de camino, la música se desintegra en una sección fantasmagórica, un descenso al abismo donde los instrumentos se convierten en criaturas marinas. Luego, poco a poco, la luz regresa hasta alcanzar una resolución épica que se siente como emerger de nuevo a la superficie, respirar y mirar el horizonte renovado. Es, en toda regla, un viaje iniciático.
El álbum puente que muchos olvidan
¿Por qué Meddle suele ser pasado por alto? Tal vez porque nació entre dos etapas: demasiado ambicioso para seguir siendo psicodelia “a la Barrett”, pero todavía sin la unidad conceptual que explotaría en The Dark Side of the Moon. Para muchos, quedó como un disco de transición. Pero los que nos sumergimos en él sabemos que es un laboratorio sonoro donde Pink Floyd aprendió a ser Pink Floyd. «Echoes» es, de hecho, la primera gran obra total de la banda, la que abrió el camino hacia su época dorada.
Hoy lo escucho de nuevo y pienso en aquel hallazgo entre los puestos del río. El vinilo que abrí con ansias se ha convertido en un eco personal: cada vez que suena, vuelvo a ser ese universitario con los oídos abiertos, listo para dejarse arrastrar. Porque Meddle no es solo un disco; es una invitación a naufragar en las aguas profundas del sonido y regresar con algo nuevo en el alma.
El eco que somos
Quizá por eso «Echoes» no envejece. Porque más allá de la música, es un recordatorio de que todos habitamos bajo el mismo cielo, que nuestras voces y nuestros actos resuenan en los demás, igual que las notas que se repiten hasta desvanecerse. Somos, en última instancia, ecos en la vida de otros. Y ahí radica la magia de Pink Floyd: en mostrarnos que la música, como la existencia misma, no se apaga; solo viaja, se transforma y regresa multiplicada.
Arturo Roti (1968): Comunicólogo egresado de la UANL, rockero de corazón desde que Queen lo bautizó en su primer concierto. Fan del cine, el fútbol y de opinar de todo (aunque nadie lo pida). En el año 2000, dio vida al blog Ojo Eléctrico, donde desmenuzaba discos, rolas y conciertos, y que más tarde se transformó en una cápsula de televisión para el programa Amplificador de TV Azteca. Ha colaborado para El Norte y pintado casas con su jefe en los veranos. Vive con una banda sonora perpetua en la mente, porque, para él, la vida siempre tiene un soundtrack.
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